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 Julio I. González Montañés ©

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La predicación de los jesuitas

 

  Los jesuitas fueron especialmente afectos a las representaciones teatrales en sus colegios y a la utilización de elementos espectaculares en sus sermones, tanto en los colegiales como en los de las misiones populares de los predicadores de la Compañía. Fueron también expertos los Padres en la creación de arquitecturas efímeras y espectaculares escenografías que sorprendían a los fieles que asistían a la predicación, convertida por los jesuitas en un espectáculo visual.

 Los tratados e instrucciones para la predicación de los autores de la Compañía aconsejan a los misioneros el uso de una iluminación teatral, apagando todas las luces de la iglesia y dejando encendidos sólo dos cirios en el altar para que iluminaran al predicador y el fondo, en donde se colocaba alguna pintura de Cristo. El misionero jesuita Miguel Ángel Pasqual recomienda las predicaciones nocturnas:

 “… el Padre Geronimo Lopez, y otros semejantes, solian predicar alguna vez por la mañana y los días de fiesta hazian dos sermones… pero a mi ver ya que estan tan introducidos, mejor es que sean a la noche. Lo uno porque de essa suerte son mas numerosos los concursos… y lo otro por que la oscuridad recoge las potencias y ayuda a la mocion y son mas crecidas las demostraciones de dolor y sentimiento”.

 Los predicadores jesuíticos supieron explotar las posibilidades que les ofrecían los interiores de las iglesias de la orden. Los espacios amplios y con buena visión hacia el púlpito desde todas partes brindaron a los oradores sagrados el marco propicio para teatralizar la predicación, y los juegos de luz y sombra, las cúpulas con frescos, los monumentales retablos con tramoyas y partes móviles, invitaban al fiel a entrar en un estado emocional óptimo para recibir la doctrina. Se trataba de generar un impacto psicológico mediante el uso de diversas herramientas que afectan los sentidos, un aparato multisensorial en el que intervenía muchas veces la música, siempre presente en el teatro colegial y frecuentemente también en los sermones.

 El Padre Pedro de Calatayud explica en su libro Misiones y Sermones, la eficacia de esta manera de predicar:

 “Cogidos de repente, los gritos y amenazas divinas les llenan de pavor y temor, les penetran, hieren y suelen darse a discreccion, y el crucifixo, luces, campanilla, la noche, el silencio de los que van entrando, y siguiendo, compunge, penetra, y hiere juntamente con las voces a varios que salen a las puertas, balcones y ventanas… Hacen que imaginen figuras horribles, y aun a los mismos espiritus malos, inmutando la imaginacion, e infundiendo pavor y miedo en el apetito”.

 Naturalmente, la intención de los jesuitas es doctrinal y se trata de enseñar, siendo como eran conscientes del poder de los recursos teatrales y de las imágenes para atraer al fiel y causar impresión en su conciencia. La teátrica predicatoria jesuítica responde a una necesidad comunicativa y se entiende como un medio a disposición de oradores sagrados y misioneros para conmover a los fieles. No obstante, hay que reconocer que los espectáculos de apoyo (el retrato del alma condenada, el coloquio de la calavera...) solo se utilizaban en ocasiones excepcionales. Con sus performances los jesuitas lo que buscaban era conducir a los asistentes al sermón hacia el acto de confesión y contrición. Así lo explica el jesuita Martín de la Naja (o Lanaja):

 “Y si las Sagradas Imágenes por si solas son lenguas, que callando, mudamente, y sin ruido enseñan, alumbran, mueven y aprovechan las almas que las contemplan, ¿quanto mas poderosamente obraron estos efectos puestos en manos de un predicador zeloso, y fervoroso, que sabe azerle ablar, manifestando y declarando los Misterios que se representan? Pero aunque todas las razones y exemplares referidas faltaren, bastava para defender, y justificar, el uso de los espectaculos en el pulpito”.

 El jesuita Valentín Céspedes, que era autor teatral sacro y predicador a la vez, aseguraba en su sátira Treze por dozena (ca. 1649-51) que: “El predicador es un representante a lo divino, y solo se distingue del farsante en las materias que trata; en la forma, muy poco”. Por su parte, el Padre José Tamayo, en El mostrador de la vida humana por el curso de las edades (Madrid, 1678), propone, siguiendo a los retóricos de la Antigüedad, formar a los oradores sagrados en el contacto con los representantes:

 “Hicieron los oradores antiguos tanto aprecio de esta perfección de las acciones, que entregaban a sus hijos al magisterio de los histriones o comediantes para que de ellos la aprendiesen. Por no haberse impuesto Procresio, sofista insigne, en el compás decoroso de las acciones, las tenía tan descompasadas que, escribe Eunapio, causaba gran ofensión a los oyentes ver que remataba cada cláusula con una palmada. Aquel grande orador Demóstenes mil veces fue echado con ignominia del teatro por lo ridículo de sus acciones con que afeaba lo admirable de su elocuencia, y se vio obligado (como dice Focio) para enmendar este defecto a tomar por maestro un histrión que le enseñase a condecorar sus acciones. Sin entregar la juventud al peligroso magisterio de los farsantes, puede aprender todos los primores de la representación y, ejercitándose en ella, quedará habilitado para perorar seriamente, sirviéndole de ensayo este honesto entretenimiento”.

 Así lo recomienda también, indirectamente, el P. José Alcázar, en unas notas sobre teatro incluidas en su tratado de Ortografía castellana (ca. 1690), cuando se refiere al famoso comediante Damián Arias de Peñafiel:

  “Arias fue gran representante. Tenía la voz clara y pura y la memoria firme, la acción viva. Dijera lo que dijera, en cada movimiento de la lengua parece que tenía las gracias y en cada movimiento de la mano la musa. Concurrían a oírle excelentísimos predicadores para aprender la perfección de la pronunciación y de la acción”.

 El jesuita Pablo José de Arriaga nos informa en su Rhetoris christiani partes septem (Lyon, 1619) cómo se hacían sermones en forma de diálogo, unas veces representando el predicador los diferentes papeles, y otras introduciendo personajes reales o con imágenes, como recomienda el Padre Pedro de Calatayud: "formar un tierno coloquio entre dos imágenes de Cristo y su madre acomodándoles al púlpito". Otro jesuita, que fue predicador y autor teatral, el Padre Juan Bonifacio, en su De sapiente fructuoso (Burgos, 1589), califica como espectáculos y como escena oratoria ciertos sermones extraordinarios en los que se exhibía un crucifijo o una calavera, se arrastraban cadenas, se mostraba una corona de espinas o se hacía restallar el látigo, y no los desaprueba, aunque recomienda, eso sí, mucha prudencia, para evitar caer en el ridículo. Probablemente el predicador y teórico más representativo de esta tendencia dramática en la predicación jesuítica es el Padre Juan Bautista Escardó quien en su Rhetorica christiana (Palma de Mallorca, 1647) se extiende en explicar cómo manipular diversos elementos visuales: luces, pinturas, crucifijos, calaveras, retablos, etc. para infundir pánico en el auditorio y anular su voluntad.

 Sin embargo, como en el caso del teatro escolar, siempre hubo una tensión interna en la Compañía entre los partidarios del espectáculo como medio para atraer a los fieles, y los rigoristas que querían la desaparición de las representaciones y criticaban la predicación espectacular. En El orador christiano, el Padre José Antonio Xarque se queja así en 1657 de los predicadores de su tiempo:

 “Algunos de los Oradores de nuestro Siglo ponen toda su felicidad en predicar a los ojos con viveza de accion, y para hazer alarde della en los de sus oyentes, mandan abrir las ventanas del templo, y flechan arcos, y esgrimen el estoque de Abraham, y juegan la honda de David. No se puede negar, sino que la accion ajustada, y compuesta, es en la oracion el alma de lo que se dize. Pero toda afectación ofende…y esas luzes que requieren para ser mirados, y admirados, se lucieran mas en verle al Predicador en las manos un devoto Crucifijo, una calavera, o figura horrible de un alma condenada, que loablemente sacan al pulpito cuerdos, y Apostolicos Predicadores, dejando lo demas para el Teatro…”.

 También el Padre Ormaza, en su Censura de la eloquencia (Zaragoza, 1648), carga contra la teatralización de la oratoria sagrada, tachando de farsantes a los predicadores que seguían esta tendencia, siendo así que en el púlpito: “cruje la honda, y truena el estallido y ondean las mangas del orador, y que ya desenvaina David, y anda el zipizape...”.

 A la misma tendencia pertenecía el Padre Pedro de Guzmán, el cual en sus Bienes de el honesto trabajo y daños de la ociosidad (Madrid, 1614), se lamentaba de la influencia en los púlpitos del discurso teatral:

 “Y apenas hay ciudad ni villa ni aldea que no imite algún baile o algún donaire en el andar, en el hablar deprendido en esta escuela. Y llora con razón el otro devoto religioso (Critana), que cunde este mal aun hasta el lugar sagrado, y sube hasta los pulpitos adonde las acciones y razones tomadas del teatro se suelen imitar”.

 

 

 

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Iglesia de los jesuitas en Santiago de Compostela (hoy, iglesia de la Univesidad)

 

 

 

 

 

La doble misión de los jesuitas: predicación y educación.

 

 

 

 

 

Ostensorio-relicario, antes giratorio, en el retablo de la iglesia del Colegio de Monforte (Francisco de Moure II, ca. 1640).

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